CRÓNICAS CINECICLETICAS XIII

.::TOGO, EL PAÍS BISAGRA::.

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No habíamos oído hablar mucho sobre Togo, sólo sabíamos que nos esperaban cosas ricas para comer. Sólo con eso ya teníamos ganas de llegar, después de unos meses comiendo “to” (pasta de maíz, o a veces mandioca , bastante sosa y acompañada por salsas más bien poco apetecibles, que se come en Burkina Fasso).

Entramos un 21 de Diciembre, por lo que nos tocó toda la celebración de la Navidad en un país 40% cristiano, que a nosotros nos parecía mucho más. La ingesta de alcohol, la fiesta, la petición de donativos y regalos de Navidad, por parte de algunos locales, fueron un constante en un nuestra travesía por este alargado país, cuya única carretera principal lo recorre de norte a sur, desde Burkina hasta Lomé, la capital, bañada por el Atlántico. Esto, a lo que nosotros, como occidentales y españoles, deberíamos estar más que acostumbrados, la fiesta y el alcohol, se nos convirtió en nuestra mayor pesadilla. Cada noche, al buscar sitio para dormir, debíamos elegir bien, lejos de charangas, bares, celebraciones hasta altas horas de la madrugada, radios que entonaban villancicos durante toda la noche… lo que no fue nada fácil. Optamos, con nocturnidad y alevosía, por localizar mezquitas y preguntar a musulmanes para pasar la noche lo más tranquila posible. Veníamos resabiados que los musulmanes además de hospitalarios, no beben y siempre nos encontramos seguros en sus comunidades. Lo que no sabíamos es que aquí la convivencia es ley de vida y musulmanes y cristianos conviven plácidamente. Así que, a no ser que acampáramos o buscáramos casas aisladas, nos tocaba la charanga en la oreja, cosas que pasan!.

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Sumado a la Navidad, también nos acompañó la mitad de nuestro camino, nuestro amigo, el viento Harmattan, que habíamos conocido ya en nuestro recorrido por el río Senegal y en Burkina. En realidad no nos acompañó, sino que nuestro cálido amigo insistía en hacer el camino contrario al nuestro, y nosotros rogándole que nos acompañara, que no insistiera en cruzarse siempre con nosotros. Pero nada, rezábamos (esta vez sí), para girar en las curvas para que Harmattan decidiera ayudarnos un poco, pero parecía que quería llevarnos la contraria. Hasta que descendimos las montañas y lo perdimos de vista.

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Parece que nuestro trayecto no iba a ser muy agradable: Navidad y Harmattan, pero aún habría sumandos que añadir (sin querer ser victimista): el tráfico y las montañas. Togo es un país alargado y sólo tiene una carretera principal. Así que todo el tráfico, pesado y ligero, lo atraviesa. Los enormes camiones, que los locales llamaban “titanes”, te saludaban amistosamente, y digo los titanes porque no eran los conductores los que te saludaban con la mano, sino los mismos titanes con su estruendosa bocina quienes te saludaban a su paso. Entenderéis que un bocinazo de camión que pasa a un escaso metro de tí y tu bicicleta te hacía saltar de ella y ponerte los nervios de punta. Es curioso como cambian las costumbres con solo cruzar una frontera. Pasamos de la tranquilidad de Burkina, donde apenas tocan la bocina, al enervante Togo, donde se pita como quien respira. Además de ponerte la cabeza como un bombo, tiene el inconveniente de que te inmunizas a ellos y si en algún caso te pitan porque hay peligro o te van a atropellar, los tomas por Pedro y no te preocupas del lobo. A eso se sumaron las contínuas quemas del bosque que nos ahumaban el camino.

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Lo de las montañas no fue todo sufrimiento, tiene sus pros y contras. A mí me encantan las montañas y aunque haya que subir, siempre disfruto de las rampas, del paisaje que cambia a cada curva, del llegar a la cima. Lo malo es cuando es un constante sube y baja de rampas con una pendiente rompepiernas. Cuando ves que no ganas altura. Es como si tejieses un jersey y acto seguido alguien tirara de un hilo y se deshiciera en 1 minuto lo que te ha costado 3 horas con mucho esfuerzo. Desesperante. Lo bonito de estas montañas subtropicales era encontrar palmeras. Un paisaje nuevo para mí, nunca había encontrado palmeras en lo alto de las montañas.

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Lo de país bisagra tiene su explicación. Al principio del viaje, yo, que soy algo ansiosa, sólo quería avanzar y avanzar. Si parábamos 3 días en un pueblo extremeño, le metía prisa a Carmelo para salir cuanto antes. Se me hacía lejana África. A veces, me imaginaba ya de vuelta pensando que había recorrido medio África y la satisfacción que eso me daría. Cosas de mi nula experiencia en largos viajes. Ya me veía al final, cuando no había recorrido ni mil kilómetros, el colmo del atolondramiento. Otras veces, en las pausas para la comida, no le dejaba a Carmelo ni descansar, yo no decía nada, pero le miraba con cara de “vámonos ya no?”.

Pero la velocidad, con el paso del tiempo, ha ido ralentizándose. Las pausas para las comidas se han convertido en placenteras siestas y los días de descanso en islas de calma. Yo no entendía muy bien que quería decir Kavafis en su poema Ítaca, pero poco a poco iba cobrando sentido. Junto a «buenos días» y «gracias», casi la tercer cosa que aprendíamos en los nuevos idiomas era la palabra “despacio”, “poco a poco”: doni doni (bambara), xuia xuia (darilla), pole pole (swahili)… empezaba a entender esas palabras mágicas: Poliki poliki como nos decían nuestros amigos Zigor y María. Las angustias por mi futuro se iban disipando y el disfrute aumentando. Parece hasta que tu cerebro se ralentiza, y ver una película a cámara lenta ayuda a ver esos pequeños detalles que no verías si vieses la película a cámara rápida. Y en los detalles está la diferencia. En disfrutar del camino.

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Mucha gente nos pide recomendaciones para visitar algún país en los que hemos estado, yo tengo mis preferencias, claro, pero cuando me preguntan qué sitios merece la pena ver, sólo se me ocurren trayectos, no sitios específicos. Sólo me viene a la cabeza experiencias agradables con la gente en el camino, no ciudades. Y al final acabo diciendo, “pues el camino desde este sitio a este otro me gustó mucho”. Y claro, eso a alguien que va con mochila no sirve de mucha ayuda. Además, no sólo me gusta un sitio por el paisaje, sino por la luz que había ese día, por la señora que me sonrió cuando le compré un mango o por los niños que nos acompañaban ese día en bici.

Hasta que llegó un día en que me di cuenta que no quería volver (tranqui Mamá, que volveré). Una leve angustia me subía por el estómago cuando pensaba en el regreso. Así que doni doni fueron saliendo de mi mente esos miedos, esas angustias y me dediqué inconscientemente sólo a disfrutar del momento, lo que yo entendí como vivir la vida.

Siempre habíamos dicho que nuestro viaje duraría 2 años, sin hacer muchos cálculos y por contestar algo que nos preguntaba todo el mundo (además de la pregunta de cómo habéis cruzado el mar si venís en bicicleta, aún me sorprendo cada vez que me lo preguntan), pero en mi cabeza se disipaban las fechas, los días, incluso los años, y en este lento transitar no se entienden acotamientos espacio-temporales. Así que, como un acuerdo tácito entre ambos, siempre entendimos que acabaríamos el viaje cuando se acabara, ni antes ni después.

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Estando en Burkina y llevando ya un año y 4 meses de viaje, se nos ocurrió la idea de preguntar en el trabajo de Carmelo si podía extender su excedencia, a lo que le contestaron que no, que si quería conservar la plaza tenía que volver a los 2 años. Cataclismo! De repente había un límite, un supuesto final y las tinieblas al final del túnel iluminado. Una sensación de vértigo se apoderó de nosotros y muy a nuestro pesar tuvimos que planificar y replantear nuestra ruta. A este ritmo no llegamos a Madagascar en 8 meses. Así que, no se todavía si bien pensado o no, decidimos que cogeríamos un avión hasta la costa este y que iríamos descendiendo hasta cruzar a Madagascar.

El hecho de coger un vuelo nos desmoralizaba mucho. Habíamos llegado hasta Togo en bicicleta, desde la puerta de nuestra casa!

Nuestro humor cambió bastante y lo pagamos con Togo, de ahí mi visión de este país que no tiene culpa de mis miedos.

Aún así he de decir que comimos excelentemente. Descubrimos el guangash, un queso artesano (queso!!! al fin!!!), la soja texturizada y aprendimos a disfrutar de la patte (el to burkinabés) y el fufu.

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También tuvimos encuentros increíbles: Yawo, a quien conocimos 2 años atrás en el FESPACO de Burkina nos llevaba siguiendo la pista y nos propuso enviarnos películas de los estudiantes de la Escuela de Cine de Lomé en alguna ciudad al norte de Togo. Recogimos los Cds en una gasolinera donde las había traído un autobús. Y luego cuando llegamos a Lomé, nos organizó unas proyecciones preciosas e incluso había pedido recepcón con el ministro de cultura para que fuéramos a presentarle nuestro proyecto. Menos mal que al final el ministro tenía un compromiso y no nos pudo recibir, porque siempre nos da un poco de pereza ese tipo de recepciones. Estuvimos alojados en casa del amigo de una amiga que conocimos en Kafountine (Casamance). Disfrutamos de las olas del Atlántico y de la suerte que teníamos por haber podido disfrutar de todo esto.

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Ahora toca aprender a seguir disfrutando del camino, a no agobiarse y reaprender a vivir el momento.

Isa

5 comentarios

  1. El tiempo de la mecánica se basa en el espacio pero el tiempo de la memoria es subjetivo, se alarga y se contrae como esa carretera de Togo donde todo parece estirarse y contraerse, elástico, como el Harmattan lento o rápido imprimiendo experiencias que dan sentido al viaje y conforman el recuerdo que alimenta el deseo… de seguir viajando.

    Thanks a lot por vuestro viaje cinecicletistas.

    Good Luck.

    Bye.

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